Esa fría mañana invernal de abrigos y bufandas, de nervios e ilusiones, de respeto a nuestras raíces, se fueron transformando en semblantes de rostros felices con tintes de cielos azules inmaculados de la ya cercana y prometedora primavera.
Más de veinte años ya desde aquel día. Cuatro lustros de cambios. Dos decenios donde muchos de los mayores que allí se encontraban presentes han podido disfrutar ya, del merecido premio de ver el verdadero rostro de nuestros Sagrados Titulares, del nacimiento de las blancas canas en las sienes de aquellos jóvenes que lo participaron, y de la insultante juventud que derrochan en la actualidad, todos aquellos pequeños que fueron acompañantes del acontecimiento, paseados en carritos o de las manos de sus progenitores escribiendo una hoja que aún se encontraba en blanco en el transcurso de nuestra historia.
Ese día cumplimos los sueños de tantos y tantos hermanos que procesionaron por las veredas de sus vidas tras esa cruz de guía que fue tallada por la gubia de sueños antiguos y repujada en las oscuras fraguas del compás, de un arrabal en el cauce derecho del río.
Aromas a canela y clavo, a sudores de viejas fraguas y a barros alfareros que se fueron difuminando por los diferentes rincones de la ciudad y donde consiguieron dejar una imperecedera huella y, con ella, las singulares esencias de una hermandad que, en la incansable búsqueda de su asentamiento definitivo, iba quedándose a perpetuidad en el corazón de todos aquellos vecinos que fuesen sus coetáneos y, por consiguiente, testigos de esos determinados momentos.
Tantos años de "prestao", tantos años errantes, tantos surcos de vetustas ruedas dejando una huella infinita, haciendo real el milagro de una auténtica catequesis de amor entre dos razas fundidas en la fe hacia nuestros Sagrados Titulares.
Más de dos décadas de la conquista de un sueño errante, ese que vio la luz en un arrabal de la ciudad, a la que se accedía por la senda de los viejos tablones de un puente de barcas y donde confluían el eterno abrazo de dos cavas, y que con el pasar del tiempo, nos ha situado definitivamente a los pies de una romana muralla enclavada en el dintel de la Puerta Osario y de donde los Jardines del Valle le aportan la frescura y el oxígeno de vida suficiente para que perdure inalterable en ese bendito lugar por los siglos de los siglos, para orgullo de dos razas que se han fundido entre sí de por vida y de una ciudad que la quiere y la valora.
Bendito sean todos los soñadores que participaron con su buena voluntad y con su esfuerzo en ese bendito sueño en que se ha convertido nuestra Hermandad de Los Gitanos.
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